Los Mártires Benedictinos del Pueyo
Padre Plácido María Gil Imirizaldu
Miguel Gil Imirizaldu nació en Lumbier (Navarra)
el 10 de junio de 1921. Ingresa de niño como estudiante en el Monasterio
Benedictino del Pueyo. Con 15 años le toca vivir en 1936 uno de los episodios
más trágicos del inicio de la Guerra Civil española con el martirio de toda
la comunidad monástica convirtiéndole en testigo privilegiado de una de las
páginas más bellas del reciente martirologio cristiano. Tras tres años en la
retaguardia ingresaría como monje en Monasterio Benedictino de Valvanera (La
Rioja). Tras cursar estudios en Montserrat y Roma fue ordenado sacerdote en
1946 y enviado al monasterio de El Paular (Madrid). Posteriormente desarrolló
una apreciada labor pastoral en la diócesis de Málaga. Finalmente se incorporó
al Monasterio Benedictino de Leyre (Navarra) donde contribuyó eficazmente a la
promoción de la Causa de los Mártires del Pueyo. Falleció en 2009. Años antes
publicó un libro narrando todos estos hechos que tituló:
“Un adolescente en la
retaguardia. Memorias de la Guerra Civil (1936-1939)” (Madrid
2006).
Juan Manuel de Prada escribía en ABC el 5 de agosto de 2006,
en un artículo de opinión titulado “Dios andaba por medio”, que “se
trata de uno de los libros más hermosos que he leído en mucho tiempo, de una
belleza frugal y reparadora que ensancha el espíritu. “Un adolescente en la
retaguardia” nos narra las vicisitudes que precedieron al martirio salvaje de
los monjes del Pueyo, acusados absurdamente de custodiar un arsenal entre las
paredes del monasterio. No fueron los únicos religiosos asesinados en
Barbastro: numerosos sacerdotes diocesanos -con su obispo al frente-,
escolapios y claretianos padecieron un idéntico destino. Pero no se crea el
lector que el propósito de Plácido Mª Gil sea ofrecernos una narración
truculenta de aquellas jornadas, mojando su pluma en los chafarrinones del
sensacionalismo; por el contrario, nos muestra aquellos desmanes con una
mirada pudorosa, llena de una serena piedad, la misma que descubrió en los
monjes de su comunidad, con quienes compartió cárcel en las vísperas de su
martirio. Las páginas que el autor dedica a las postrimerías de aquellos monjes
fortalecidos por la oración y los sacramentos, que caminan hacia la muerte como
quien se dirige a una fiesta, son de una emoción tan vívida y apretada que el
lector debe detenerse para tomar aliento. Pero lo más hermoso y aleccionador de
este libro no es tanto la narración de vicisitudes históricas como la
crónica de la supervivencia de una vocación. Aquel muchacho que había visto
morir en circunstancias tan atroces a sus amados monjes aún tendría que apurar
hasta las heces el cáliz del dolor: primero en Barbastro, donde lo obligarían
-en un ambiente sofocante de brutalidad- a servir de camarero a los milicianos
que se dirigían al frente; después en Caspe, donde presenciaría los bombardeos
de la aviación franquista, que no duda en execrar; ya por último, acogido por
una familia de generosos payeses de la comarca de Urgel. Durante todo este
período entreverado de desgracias, el autor despliega una galería de personajes
de gran vibración humana: entre la escombrera del odio también brotaron, como
flores silvestres que asoman entre los cardos, las pasiones más nobles, los
sentimientos más acendrados, las virtudes más abnegadas. Y es que, como afirma
el autor, “Dios andaba por medio”. Cuando, a comienzos del 39, el joven
protagonista llegue al fin a su pueblo natal, Lumbier, en Navarra, para
reunirse con sus padres que lo daban por muerto -la escena del reencuentro es,
en su escueta simplicidad, una bofetada de belleza-, su vocación se halla
milagrosamente incólume. El libro se clausura cuando, pocos meses después, el
autor se dispone a ingresar en el monasterio de Valvanera: “Dentro del
corazón -escribe, con una frase trémula de belleza- encierro a todos los
hombres”.
Luego en 2012 apareció “Iban
a la muerte como a una fiesta. Memoria del martirio de Barbastro”.
Nuevamente Juan Manuel de Prada, pero esta vez en
el prólogo, nos dice que “el padre Plácido María Gil nos narra -como testigo
privilegiado que fue- uno de los episodios más sobrecogedores de aquella Guerra
Civil en la que se desataron todos los demonios: el martirio de los monjes
benedictinos del Pueyo, que corrieron -en aquel Barbastro tomado por las
milicias anarquistas- la misma suerte que escolapios y claretianos, así como
otros muchos sacerdotes diocesanos del lugar, con su obispo al frente. Quien
busque en estas páginas una exposición truculenta de aquellas jornadas se
llevará, sin duda, un gran chasco; porque las brutalidades y sevicias que
sufrieron quienes pronto serían martirizados, al igual que los desmanes de sus
asesinos, no importan tanto a su autor como la exaltación de las virtudes de
aquellos monjes que, en la hora de la tribulación más desgarradora,
fortalecidos por la oración y los sacramentos, dieron ejemplo de piedad,
acudiendo a la muerte con serenidad, y hasta con júbilo: la serenidad y el
júbilo que brinda la certeza de acceder a una existencia plena, como
ciudadanos del cielo, en amorosa contemplación del misterio divino”.
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